Capítulo I.

Primera parte: 
La cruz del dolor del recuerdo

¿Por qué dicen que estoy loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, pero no los ha destruido ni embotado. De todos, el más agudo era el oído. He escuchado muchas cosas del cielo y de la tierra y bastantes del infierno. ¿Cómo entonces he de estar loco? Atención. Observen con qué calma, con qué cordura puedo contarles toda esta historia.

Edgar Allan Poe,
 El corazón delator





Sé que me voy a ir al infierno. Lo supe desde que mi madre me lo dijo, una y otra vez, en los oscurísimos días que ocupaba en golpearme, en desahogar sus frustraciones, en tratar de librarse del recuerdo pegajoso de mi padre, al que ella había matado. Lo supe cuando, años más tarde, platiqué con su cabeza toda la noche, cuando a pesar de estar muerta seguía echándome en cara su suerte, por qué hijo, por qué, si yo te amaba tanto.
Lo aprendí todos los domingos, cuando algún prurito o rescoldo de amor materno la hacía llevarme a la iglesia y le decía al sacerdote éste es un niño muy malo y se va a ir al infierno, por favor, póngale una buena penitencia para que se componga.
El sacerdote la veía con malicia, con una hipócrita mirada de beatitud que trataba de ocultar sus deseos (yo sabía que la deseaba, a ella, la viuda que cortejaba todo el barrio) y le decía no, él es un buen chico, pero siempre hace falta la mano del padre y usted aún es joven para rehacer-su-vida, está usted tan sola, Soledad y un largo etcétera de estúpidos piropos, que eran los únicos que se podía permitir el curita.
El caso es que yo me quedaba en la iglesia y mi madre se iba a disfrutar del domingo. Y luego de oír misa, yo esperaba en la larga fila de los confesantes, para inventarle al sacerdote lo que creía eran terribles pecados. Quería complacer a mi madre fingiendo, como ella, que me apartaba de mi triste destino y me acercaba a la perfección monacal de su recatada viudez.
La imagen más acabada del infierno era, para mí, la iglesia. Imaginaba un infierno sombrío y silencioso, apenas amenizado por los rezos y las notas del órgano, una larga nave con cientos de butacas en las cuales se apoltronaban los inquisidores asistentes a la iglesia.
Odiaba aquel silencio. Odiaba las pinturas deformes de santos y vírgenes en actitudes ridículas y los retablos repugnantemente cargados de esculturas. Me miraban desde su altura, los ojos desdeñosos o burlonamente compasivos. Ni siquiera ahora que ardo en mi infierno, ahora que los remordimientos y la vergüenza me consumen, ni siquiera hoy desearía ese infierno dominical que era la iglesia del barrio.
Pero la verdadera confesión fue algo que no podía escapar de mi boca. Ocurrió años más tarde, cuando mi madre se había vuelto a casar; no podía decirle al sacerdote lo que pasaba entre ella y yo y si lo hubiera confesado, difícilmente me hubiera creído. Así de perfecta era la fachada de recato que había levantado mi creadora.
Mis abuelos tampoco lo creyeron. Ni siquiera cuando nos sorprendieron a mi mamá y a mí haciendo aquello. Lejos de manifestar ira o por lo menos un poco de dolor, se derrumbaron a la orilla de la cama, consternados, sin saber qué hacer.
No puedo creerlo, decía el abuelo. Su cabeza temblaba entre sus manos. Las lágrimas y los mocos se confundían en su boca.
No puedo creerlo, decía la abuela. Su rostro estaba rojo, una súbita ira trataba de aflorar a sus labios, pero acaso por su edad, se quedaba atorada en su tráquea, como un espasmódico resoplido. Abría la boca, pero las palabras no salían de ésta.
Tampoco ellos dijeron nada. Fue un secreto que se llevaron a la tumba. Un pecado que nunca pudieron expiar. Claro, ya platicaremos de ello cuando nos encontremos todos, mis padres, mis abuelos y yo, en el infierno.


Mis padres eran (¿cuándo?) un par de adolescentes demasiado ingenuos o demasiado tontos o ambas cosas. Se conocieron en la preparatoria, cuando ni uno ni otro tenían la más remota idea de lo que significaba el matrimonio. Imagino que mi padre se le declaró a mi madre en el atrio de una iglesia decimonónica. Mejor aún: supondré que fue en la iglesia de Los Remedios, esa iglesia desplomada, capilla resquebrajada, espuria construcción que los conquistadores españoles erigieron sobre la pirámide de Cholula.
Bien, mi padre se le declaró a mi madre en una pequeña capilla situada sobre una especie de cerro artificial, una ominosa acumulación de lodo que trataba, con éxito, de ocultar otras construcciones de piedra en su interior. Pero mis padres no sabían esto, no podían saberlo, sólo eran dos adolescentes ingenuos o tontos.
¿Qué fue exactamente lo que dijo mi padre? Quisiera saberlo. Él mismo no lo recordaba o quizás le avergonzaba recordarlo. Deben haber sido palabras elementales. Frases embrionarias. Literatura testimonial.
¿Tengo que aportar alguna hipótesis al respecto?
Quizá sea preferible nunca saberlo.
Es probable que dijera: “desde-el-primer-momento-en-que-te-vi…”
No, espero que no fuera tan obvio.
Tal vez sólo dijo: “te amo, ¿quieres ser mi novia?”
No. Demasiado epidérmico. Ojalá haya tardado más de 30 segundos esta declaración, ojalá haya hablado de sentimientos, ojalá haya titubeado de emoción.
Debe haber seguido un breve silencio. ¿Cómo se representa un silencio?
...
Un renglón en blanco basta. La palabra “silencio” podría ser suficiente. Ella no dudó. Guardó s.i.l.e.n.c.i.o sólo por seguir con un ritual. Por ritual mi padre se le declaró en el atrio de la iglesia. Era una forma de hacerle ver que sus-intenciones-eran-serias. Pero todo era redundante, pues si mi madre hubiera tenido el mínimo deseo de negarse, habría bastado con no acudir a la cita. Entonces Cholula estaba muy lejos de Puebla. El tiempo ha acercado a las dos ciudades. Hoy casi son la misma.
Es decir, todo estaba decidido de antemano. Ella habría dicho que sí de cualquier forma, casi podría apostar que no escuchó lo que dijo mi padre. Sólo esperó que terminara para guardar los segundos que el pudor y las costumbres de entonces le imponían.
Dijo que Sí.

Sí                              Sí
            Sí                                                         Sí                                                 Sí
                                      Sí                Sí                                    Sí

Un insignificante adverbio. Sí. Una vez que fui a la iglesia de Los Remedios pude escuchar claramente los ecos de esta afirmación. Los pirules se agitaban con el viento y sus semillas esféricas chocaban con un ruidito de Sí-Sí-Sí. El viento se arrastraba entre las pirámides reconstruidas con concreto. Hatos de zacate, como bolas de estropajo, se embarraban a las estelas y a las escalinatas con su angustioso Sí. Chocaban contra los abandonados vagones de un ferrocarril. De sus ruedas oxidadas escapaban alargados Siiiií. Por los túneles que los arqueólogos abrieron y que hoy invaden los turistas, escuché al frío, a la humedad, que estúpidamente decían que sí.
Tontos o ingenuos.
Tontos e ingenuos.
Tonta e ingenuo.
Tonta + ingenuo.
Tonto + ingenua.
Entonces sobrevino el tan ansiado beso, ese beso cuyo recuerdo cargarían como una cruz, el que encendió como un rayo de luz su amor. Cada nuevo beso sería ese beso, un acto trivial pero a la vez decisivo en sus vidas, ese ayer obsesivo del que nunca podrían prescindir. La vida de ellos cambiaría a partir de ese momento, pero también la de muchos otros: mi vida, la de mis hermanos, la suerte de las mujeres a las que maté, el dolor de sus familiares, el miedo del barrio durante aquellos días, mi actual encierro, son sólo algunos de los hechos que se derivaron de ese beso.
Espero que no hayan grabado un corazón en alguno de aquellos pirules. Sería el colmo del mal gusto, de la simpleza, de la repetición rutinaria de actitudes aprendidas en forma genética. Sólo especulo. Nunca vi un corazón que dijera: Hilario y Soledad. Una cosa así no pasa inadvertida.
Las familias de ambos se opusieron racionalmente a esta tontería o ingenuidad. Ella tenía 16 años, él 19. ¿No era romántico? Y el futuro hombre-de-la-casa no tenía más herramienta para sobrevivir que una guitarra con la que malamente había empezado a ganarse la vida cantando en las cantinas.


Y sin embargo se amaban. O por lo menos así debió ser al principio. Un beso primero, amenizado con canciones de Los Panchos. Luego, las extrañas preferencias sexuales de mi madre. El amor sin pasión es basura, repetía mimosa, muérdeme, mi amor, así. Garabateaba en la espalda de mi padre con las uñas, dejando una especie de pentagrama, montaba con tal furor que irritaba su glande hasta casi impedirle eyacular. Sí, mi madre era una mujer apasionada y el sexo para ella estaba en el primer lugar de sus prioridades.
Digo que sólo al principio. Porque cuando la subsistencia se hizo más difícil, mi padre invertía buena parte de sus exiguas ganancias en alcohol. A veces sólo para él, a veces compartía su embriaguez, a falta de otra cosa, con mi madre. Ya borracho, la atacaba nerviosamente, pensando en otra mujer, cerrando los ojos e imaginando que acometía, no la carne morena de mi madre, sino la epidermis de dudoso color de alguna de las cabareteras con las que soñaba. Era como si se masturbara con mi madre, murmurando el nombre, las más de las veces falso, de aquellas mujerzuelas, sí Sonia, mi amor, espérame Yadira, ya me vengo, Claudia, qué ganas tenía de hacerte el amor, Karla.
Pasar de esa forma patética de amor a los golpes fue algo casi instantáneo. Esto lo viví de muchas formas, durante mi infancia e inclusive desde el vientre materno. Sentía el terror que producía mi padre en mi madre cuando llegaba de madrugada, a veces simplemente alcoholizado, a veces golpeado, a veces sin un quinto, si daba la casualidad de que se había excedido en el consumo de brandy o si sus amigos de parranda le liberaban de la pesada carga de los pocos pesos que había conseguido durante la noche.
La primera vez que lo dije, nadie me creyó. Pero es totalmente cierto. Poseo una memoria tan antigua que me permite recordar lo que ocurría en el vientre de mi madre.
Mis sueños eran entonces auditivos y táctiles. Esto debe sorprender a quienes sólo sueñan con imágenes, pero es tan posible como cierto. Yo soñaba en términos de ruidos suaves, aterciopelados, amortiguados por el viscoso líquido amniótico que llenaba el vientre de mi madre. Podía escucharla arrullándome, podía oír sus murmullos al anochecer (su voz era un sol, por ella sabía si era de día o de noche) y podía escuchar a mi padre que, ansioso, borracho, se abalanzaba sobre ella para hacerle el amor con torpeza y excesiva rapidez. Podía escuchar sus gemidos mientras manoseaba torpemente los senos y las nalgas de mi madre, tratando de excitarse, de llegar a una erección fatalmente incompleta, a una eyaculación patéticamente precoz.
Sentía las manos torpes y callosas de mi padre mientras acariciaba el vientre de mi madre, tratando de percibir mis movimientos, mis patadas, que regateaba mezquinamente, tratando de huir de esas manos ásperas, pedregosas, conteniendo cualquier movimiento, flotando petrificado en la placenta materna para que ese hombre, cuyo rostro adivinaba, no tuviera prueba de mi existencia.
En cambio, cuando mi madre me hablaba, yo me agitaba espasmódicamente en mi celda acuática -preso como hoy, aunque más cómodo, más seguro- tratando de comunicarme con mi creadora, balbuciendo sus arrullos, imitando en forma imperfecta sus canciones de cuna.
Ahora que lo pienso, este temor por mi padre fue algo que mi madre me comunicó a través del cordón umbilical, como me fue transfiriendo sus temores y sus deseos, sin que yo pudiera evitarlo. Tal vez por eso, cuando nací me negué a abrir los ojos, a llorar como los otros niños y busqué desesperadamente el pecho de mi madre, que sorbí con gula, mordiendo sus amplios pezones, hundiéndome en la suavidad de sus senos.
Su calostro estaba lleno de temores, su leche estaba saturada de deseos sexuales irreprimibles, de los que más tarde me habría de avergonzar. Su leche estaba agria de rencor hacia mi padre. Yo me hinché de esos sentimientos podridos.


Mi padre, ese ser repugnante que era mi padre, no murió en un asalto, como supuso la policía y se encargó de pregonar mi progenitora. Hasta donde yo recuerdo, ella lo mató. Así lo dije años más tarde y así lo sigo creyendo. Ese pretendido asalto fue otra de tantas cosas que mi madre supo fingir.
Mis padres se encerraban largo rato en una habitación. No sé qué hacían, pero hoy supongo que se dedicaban a tomar, a escuchar su música, a hacer el amor. Cuando los niños de la vecindad golpeábamos la ventana con la pelota, mi padre salía malhumorado y semidesnudo y nos gritaba, ya esténse quietos chamacos latosos, queremos estar tranquilos. Interrumpíamos sus momentos de romanticismo vulgar.
El cuarto que menciono ocupaba un extremo del patio, invariablemente sucio y apestoso a orines. Mis padres tenían siempre puesta la consola a todo volumen y escuchaba una y otra vez un disco de Los Panchos /cargaremos la cruz del dolor / de aquel recuerdo / que dejara aquel beso / que encendió nuestro amor.
La voz tipluda de los boleristas tuvo para mí una ambivalencia difícil de explicar. Cuando mis padres estaban contentos, se sentaban a tomar en la sala y cantaban con emocionado desentono aquellas viejas canciones de Los Tecolines, Los Delfines o Los Tres Ases. Con esta canción nos conocimos, Nuestro amor / como un rayo de luz se encendió / te acuerdas cuando te llevaba serenata, con esta canción me enamoré de ti. Me gustaba creer que mi vida se debía un poco a aquellas voces melifluas, a esas guitarras agudas y pretendidamente románticas. Escuchaba esa música caricaturesca con curiosidad y empatía, tratando de imaginar cómo se habían conocido mis padres.
Pero detrás de esas voces se escondían otras. Podía escuchar los lamentos que salían de la consola como las expresiones de una emoción superficial bajo la que se ocultaban los gritos de una tristeza o un odio incurable, que me hacía llorar entonces, que tal vez aún hoy me hace llorar.

Nuestro amor
nuestro amor
como un rayo de luz
se encendió
y después de forjar
un idilio de amor
se extinguió

Lloraré, llorarás
sin poder prescindir del ayer
que es una obsesión
cargaremos la cruz del dolor
de aquel recuerdo
que dejara aquel beso
que encendió nuestro amor

En efecto, el ayer es una obsesión de la cual no se puede prescindir. La experiencia del presente es tan efímera que, apenas la vivimos, se integra a esa pesada carga del pasado. Mis padres se emborrachaban oyendo a Los Panchos, recordando su primer beso, pero yo me daba cuenta de que la canción implicaba una sentencia: hemos de cargar a cuestas ese pasado, como una cruz, como una lápida. Es la cárcel verdadera, no ésta, de piedras, barrotes y celadores, la prisión de nuestros recuerdos, el hecho de que aquellas cosas atroces que hicimos subsisten en nosotros. Somos un cementerio donde reposan los recuerdos de todos aquellos que nos dañaron o a quienes hicimos daño.


Cerdo. Es un cerdo. Es un maldito cerdo que me engaña con esas mujerzuelas de los cabaretuchos de mala muerte donde toca, pensaba mi madre. No lo decía, pero una especie de telepatía, de lectura intuitiva de su mente, me permitía saber lo que pensaba. Era un cerdo. Al principio no entendía por qué mi madre pensaba eso. Nunca lo decía. Nunca corría el riesgo de exponerse a su furia. Aún cuando sólo lo pensaba, sus pensamientos eran en voz baja, como si tuviera miedo de que pudiera escuchar sus ideas. Bueno, eso creo.
Lo cierto es que los pocos pesos que ganaba a costa de acabarse el hígado y la garganta, iban a parar a veces a las manos de aquellas putas regordetas de cabellos oxigenados. Yo invito mi reina, vámonos de pedos. Sirvan las otras. Lo sé, lo sé. También de él podía leer su pensamiento y, más extraño aún, su memoria. A veces. No sé cómo.
Esta habilidad la perdí muy rápido. Probablemente por tanto golpe que me daban. Pero después ni mis propios pensamientos podía escuchar. Me hicieron hoyos en la memoria a punta de golpes.
Pero hablo de la época en que aún podía leer la mente de mis padres. En una ocasión contagió a mi mamá de alguna enfermedad venérea. Por vergüenza o ignorancia no se atrevió a consultar a un médico. Enflacó hasta casi desaparecer, sus brazos descarnados, sus senos colgando del costillar como globos desinflados. Para darle ánimos, yo trataba de mamar sus arrugados pezones, para darle a entender que no me importaba, que yo la seguía queriendo igual, pero ella lo evitaba, creyendo que podría contagiarme de su “enfermedad vergonzosa”.
Si para mi padre sólo era el objeto en que descargaba el semen que las mujerzuelas rechazaban, a partir de su enfermedad mi madre prácticamente dejó de existir para él. Yo era muy, muy pequeño, así que ella se las tuvo que ingeniar para sobrevivir sin tratamiento médico a su afección.
Fueron tres meses muy difíciles. Pero al término de ese período, de forma igualmente repentina, el proceso de adelgazamiento se revirtió: mi mamá se volvió a llenar de carne, al borde de la gordura y hasta se dio el lujo de despreciar los deseos alcohólicos de su marido. Poco a poco dejó de ser la mujer sumisa que hasta entonces había sido y un extraño brillo adornó sus ojos. Parecía estar esperando algo.


Lo dije y lo repito: mi madre era una autoviuda. Sé que hay un acta de defunción a nombre de mi padre, una averiguación previa en la que se determinó que había sido asaltado y muerto a puñaladas por sus desconocidos atracantes, pero jamás creí ni la mitad de la historia que mi mamá repetía a diestro y siniestro. Lo único cierto es que mi padre murió. Me parecía demasiado perfecta esa línea argumental del hombre intachable, el matrimonio ideal, el brutal asalto, el desahucio financiero y el cambio de domicilio. Conozco la realidad y sé que se ensucia con pequeñas manchas, con diminutas desviaciones que acaban convirtiéndose en grandes retorcimientos y que muy raramente concuerdan con las fantasías cuadradas y carentes de imaginación de la mojigatería provinciana.
Mentiría si dijese que recuerdo con precisión lo ocurrido. Digamos que hay recuerdos que se desgastan de tanto recordarse, sus aristas se desbaratan como un polvorón. Con el riesgo de equivocarme, de agregar o quitar datos cruciales, así recuerdo los hechos.
Un día sentí que el silencio era aún más opresivo que la voz de los boleristas. Entré en la habitación y ví a mi madre junto al cuerpo de mi padre, cantando desentonadamente en voz muy queda sus mismas canciones de siempre, Sin ti / no podré vivir jamás / ni pensar que nunca más / estarás junto a mí / no hagas ruido, hijo, tu papá llegó cansado anoche, déjalo dormir.
Los adultos creen que los niños carecen de memoria, lo que no es totalmente cierto ni totalmente falso. Confunden esto con carecer de inteligencia. ¿Cómo podría pasar por alto el hecho de que mi padre estaba cubierto de sangre? ¿Cómo podría no advertir que ella también tenía las manos manchadas de sangre? Me daban ganas de decirle que sabía lo que estaba haciendo y que lo aprobaba por entero, está bien madre, ahora tíralo al bote de la basura.
Su plan era simple, perfecto en su propia simplicidad: tras emborracharlo con su acostumbrado brandy y música de boleros, le asestó tres puñaladas en el pecho, alguna de las cuales tenía que ser mortal de necesidad. Recuerdo aún el ruido de la hoja del cuchillo cortando el aire y rasgando con rapidez la piel y los músculos, interrumpiendo de golpe el tráfico de la sangre, abriendo en flor su corazón. Ocurrió antes de que yo entrara al cuarto, pero el ruido se quedó atrapado entre las paredes de piedra y el techo de bóveda catalana, así que tiempo después lo seguí escuchando, aunque cada vez más tenue, apagado.
Aprovechando lo avanzado de la hora, llevó a rastras el cadáver hasta la puerta de la vecindad, depositándolo en el suelo como si hubiera caído a causa de la borrachera, cosa que había hecho en más de una ocasión. No fue simplemente aventarlo. Fue imitar su caída, su lento resbalar por la pared, la forma estúpida en que dejaba caer los brazos, el contorsionismo risible de sus piernas alcoholizadas. Correspondió a los vecinos que esa mañana se dirigían a laborar, encontrar el cuerpo sin vida y sin dinero.
Me cuesta trabajo saber si verdaderamente todos creyeron esa historia del asalto o si simplemente les era más cómodo creerla que investigar el homicidio. Lo cierto es que ese mismo día el cadáver de mi padre era velado en la sala de mi casa, con el acompañamiento musical de algunos amigos que  fueron a cantarle a manera de despedida. Mi madre hizo coros con su vocecilla destemplada:

Sin ti
no podré vivir jamás
ni pensar que nunca más
estarás junto a mí

Sin ti
qué me puede ya importar
si lo que me hace llorar
está lejos de aquí

Sin ti
no hay clemencia en mi dolor
la esperanza de mi amor
te la llevas al fin

Sin ti
es inútil vivir
como inútil será
el quererte olvidar

Al término de la canción, mi madre lloró, previsiblemente, abrazando el féretro. Entre el bullicio, era difícil escuchar los sonidos que habían quedado atrapados en el cuarto y que al parecer sólo yo escuchaba. Ahí estaba la prueba del homicidio, pero a nadie le interesó escucharla. La hoja del cuchillo cortando el aire, penetrando con avidez en el pecho de mi padre. Todo ahogado entre los gritos de mi madre y la música de los boleristas.
A pesar del llanto, esa chispa en los ojos de mi madre no desapareció. Supe que lloraba de alegría.

Capítulo II.


Tras la muerte de mi padre las cosas se modificaron poco en la casa. En ocasiones parecía como si aún estuviera vivo, la consola tocando a todo volumen, el humo del cigarro nublando la sala, el tufo del brandy arañando mis narices y la voz destartalada de mi madre estremeciendo la casa. Inclusive, ella mandaba periódicamente a la tintorería los dos o tres trajes de mi padre y los colgaba cuidadosamente, como si esperara que volviera alguna vez. Usaba un aceite oloroso a pino para limpiar sus guitarras y aún fingía afinarlas de vez en cuando.
Si he de ser franco, sólo borracha era agradable. La mayor parte del tiempo estaba malhumorada, nerviosa, en trance de ir a ninguna parte, huyendo de mi padre, de los contradictorios sentimientos que le provocaba su recuerdo. Quería huir, sin saber a dónde. Hubiera sentido lástima por ella, de no ser porque el pagano de sus frustraciones era invariablemente yo.
Un instinto defensivo me hizo comprender que la única manera de atenuar, de alguna forma, sus frustraciones, era golpeándome o insultándome. Podía sentir en su voz la delectación con que pronunciaba la palabra c.a.b.r.ó.n.
“Escuincle c-a-b-r-ó-n, ya me tienes hasta la madre”.
O d i a b a  e s a  v o z .
Disfrutaba llamarme p-e-n-d-e-j-o, paladeaba con especial fruición el adjetivo omnipresente p/i/n/c/h/e.
[ La Pe se atoraba entre sus labios delgados
  al salir hacía un ruido como el de una botella de sidra al descorcharse,
acompañado de una gotita de saliva,
            la eNe hacía tropezar su lengua,
la CHe era una pequeña explosión
                      de desprecio ]
- Quita tus pInnnCHes manos de mi vestido
- Trágate esta mieeerda
- Levanta esas mierdas
- Pinche chamaco
- Pinche vida
- Pinche mierda.

- - - - - O d i a b a  e s a  v o z  - - - - - O d i a b a  e s a  v o z   
------- e s a  m a l d i t a  v o z
---- e s a  m a l d i t a  v o z    e s a  m a l d i t a  v o z  
               e s a  m a l d i t a  v o z ----

(Quisiera poder encontrar aquí una forma de representar mi odio, mi pavor por esa voz chillona y destemplada, e s a  m a l d i t a  v o z )

El eco de sus palabras se iba rebotando por el pabellón de mi oreja, chocando por las paredes carnosas, haciendo resonar los huesecillos de mi oído, retumbando en mi cabeza como en la cúpula de una iglesia abandonada.
Nunca usaba la palabra puto o puta. Por lo menos, no para referirse a alguien como homosexual o prostituta, que es como la mayoría de las veces se utiliza. Los homosexuales le eran indiferentes, pero por las prostitutas sentía un resentimiento rayano en el odio. Sólo usaba esa palabra como insulto en la fórmula compuesta putamadre y aún en ese caso, no la usaba con frecuencia.
Por lo que hace a los golpes, mi madre era simplemente brutal. Años después, cuando ya habían nacido mis hermanos, se perdió dentro de la casa un billete de 100 pesos, que era la mitad de su gasto de la semana. En aquella ocasión nos golpeó con unos cortineros que quedaron inservibles de puro doblados, rompió en nuestras espaldas gruesas cucharas de palo y paró de golpearnos cuando no quedó en la casa objeto alguno que sirviera para tal fin.
Si mi nariz está quebrada y ganchuda, también se lo debo a ella. Por alguna travesura infantil, me golpeó con una escoba hasta que me quebró el tabique nasal. Recuerdo que sangré por largo tiempo y mi madre, lejos de preocuparse por detener la hemorragia, me pedía que no le dijera la verdad a mi padrastro, que le dijera que me habían pegado con un balón en la escuela. La hinchazón y el dolor me dejaron casi ciego durante todo un día.
Si mi memoria está agujerada, es por lo mismo. Eran golpes y golpes, todos los días. No meta las manos, decía, cuando me cubría con los antebrazos para amortiguar los golpes. Era un momento que esperaba con miedo todo el día. ¿En qué instante mi madre descubriría un error, una descompostura, una mínima desobediencia a sus absurdas órdenes? No había horario, era como la caída de un rayo, algo que nunca ocurría ni en el mismo lugar ni en la misma hora.
Golpes. Sólo golpes.


Pero estando ebria, su actitud era del todo diferente. Me abrazaba, me cubría de besos, me cantaba al oído aquellas ridículas canciones de Los Tecolines, Los Dandys, el Cuarteto Armónico. Por supuesto, Los Panchos. Yo podía escuchar el alcohol evaporado, escapando de su estómago en pequeños eructos, lo oía subir por su esófago con un apagado estertor, lo escuchaba colándose por su garganta, a gritos, revuelto con la letra de aquellas canciones:

Como un rayito de luna
entre la selva dormida
así la luz de tus ojos
ha iluminado
mi pobre vida...

Y sin sorpresa, la escuchaba llamarme indistintamente Francisco o Hilario. Sobria, me decía que yo le recordaba mucho a mi padre, eres igualito a él, nomás que sin bigote. Ebria, me llamaba Lacho, me embadurnaba el rostro de lápiz labial, ¿te acuerdas, mi amor? con esta canción nos enamoramos / su aliento alcohólico / tú me llevabas serenata y te ibas corriendo cuando salía mi papá / sus ojos enrojecidos por el cigarro / cómo nos queríamos / su voz aguardientosa / nuestro amor, nuestro amor, como un rayo de luz se encendió.
Si su trato me causaba cierta confusión, tampoco necesitaba justificarlo, pues como digo, eran los únicos momentos en que dejaba su actitud cortante y agresiva. Yo esperaba que abriera la consola, que pusiera un disco de los Dandys o de cualquier otro trío, y comenzara a beber, a fumar y a cantar. Era la señal de que la sesión de golpes había terminado y comenzaba ese pequeño remanso que significaban sus románticas borracheras.


Al quedar sin recursos, mi madre comenzó a frecuentar los lugares donde mi padre había trabajado. Tenía por ese entonces 27 años y era bella para los cánones de la época. No le fue difícil colocarse en un bar, atendiendo la barra.
Pero sus objetivos distaban mucho de solamente encontrar empleo. No obstante su viudez, la existencia de un hijo, su carencia de recursos y su juventud, mantuvo un aire de dignidad que la hacía destacarse entre las demás mujeres del sitio. La barra de la cantina se volvió un aparador donde ella se mostraba y a la vez, una trampa donde aguardaba a su víctima.
No tardó mucho en aparecer. Era un taxista que con frecuencia llevaba clientes al bar, por los cuales cobraba una comisión. Se sentía atraído por mi madre, pero sobre todo, por la fama que había adquirido al no convivir con los clientes y jamás aceptar una invitación de ningún tipo.
Se casaron poco tiempo después y los años que siguieron, siete para ser precisos, fueron más que apacibles para mí. Entre otras cosas, porque dejé el centro de la ciudad y me trasladé a lo que, sin yo saberlo, sería mi escenario, mi habitat: el barrio de San Gabriel.
Ahí también habitábamos una vecindad. Pero a diferencia del gran patio de que gozábamos en el centro, en San Gabriel vivíamos en una casona de dos patios, uno sembrado de higueras y otro desnudo de vegetación. Ambos se intercomunicaban con un pequeño pasillo techado con bóveda catalana de apenas dos metros de ancho por acaso tres de largo. Empero, nos las ingeniábamos para jugar futbol y carreras de coches, usando sillas de madera a manera de trineos.
Ese minúsculo espacio crecía en mi imaginación. En el primer patio, a un costado del pequeño huerto de higueras, había un descuidado jardín con rosales y alcatraces y algún yerbarajo, que era El Pantano. Una base de concreto, que alguna vez sostuvo un poste, era el barco o lancha en que recorríamos El Pantano.
Un gran montón de escombro, que incluía los restos de una estufa de ladrillo y algunos rieles, era para los niños de la vecindad La Montaña. Diariamente la escalábamos y era escenario de alguna de nuestras imaginarias aventuras. Con el mismo escombro construíamos autos de pedacería de ladrillo.
Lo más curioso de todo era una casa de madera de dos pisos, que obviamente se convirtió en nuestro refugio y teatro de cualquier cantidad de juegos. Describo esto porque la casa donde más adelante viví con mi madre, luego de la muerte de mi padrastro, no era la misma. En nuestra segunda estancia en el barrio mi madre alquiló un departamento.
Califiqué esos años de apacibles. La vida del barrio lo era a un punto de casi aburrimiento. En las mañanas mi madre acudía a una tienda que a la vez era panadería (de hecho, en esa época no había panaderías de autoservicio, el pan se vendía en tiendas y se pedían las piezas como cualquier otra mercancía) y además de llegar con una bolsa llena de conchas, traía en una cajita de cartón algunas gelatinas “de papelito”, como se les llamaba por el hecho de que las servían sin más recipiente que un papel encerado.
Los domingos se ponía una especie de feria frente a la iglesia de San Gabriel, se instalaban puestos de fritangas, puestos de juguetes de plástico y un hombre nos alquilaba visores con diapositivas en tercera dimensión por veinte centavos.
Como un inmenso ritual en que todos participábamos, a cada hora del día podía casi saberse en dónde se encontrarían los habitantes del barrio, un enorme juguete de relojería en que cada personaje señalaba una hora determinada. Esa repetición monótona de las mismas actitudes le daba seguridad a los habitantes, confianza y un simulacro de alegría. Y yo amaba esa forma mediocre de existencia, quizá porque durante los años que vivimos con mi padre la vida diaria fue un azaroso enigma, un eterno vivir, como decía mi madre, “con el Jesús en la boca”.
E irónicamente, años más tarde, sería yo quien acabaría con esta tranquila mediocridad y le daría el escaso renombre, la triste celebridad de que gozó San Gabriel. Mi barrio. En efecto, mío.


De ese matrimonio nacieron mis dos hermanos, Vicente, como mi padrastro y Ernesto. Era un buen padrastro, toda vez que frecuentaba poco la casa y las contadas ocasiones en que aparecía por ahí eran para llevar dinero.
¿Cómo era, físicamente? Tenía un vago parecido con mi padre. Acaso el aspecto desgarbado, el cráneo huesudo, el copete negro y grasoso de Glostora, acaso un bigotillo cuidado con afectación. Yo sólo habría de recordar por siempre su cadáver. Casi no me acuerdo de él.
En mi madre empezó a operarse un cambio radical. El sexo seguía siendo prioritario para ella y lo obtenía de mi padrastro, aunque no con la intensidad que ella deseaba, así que empezó a tener aventuras, pequeñas infidelidades que completaban las necesidades emotivas de una mujer que (ya lo dije) era sumamente apasionada.
No sé cuándo Vicente empezó a sospechar. En el barrio los chismes corrían si no con precisión, sí con rapidez. Las escenas de celos menudearon. Pero la misma habilidad que había desplegado al matar a mi padre ahora la empleaba mi progenitora en engañar a su marido sin dejar huellas. Era un crimen menor, pero igualmente perfecto.
Si no se decidía a dejar a Vicente se debía a dos razones fundamentales: primero, él representaba el sustento de la familia; segundo, y tal vez más importante, no encontraba al hombre que sustituyera en su nicho emocional a mi padre. Ese hombre de sentimentalismo ramplón, sensible a fuerza de alcoholizarse, que compartiera con ella su afición por el brandy y por los boleros, no llegaba a su vida.
No sé con precisión cuántos hombres conoció mi madre en aquellos años y por qué no apareció su compañero de parrandas. Esta incapacidad para sustituir a mi padre habría de tener consecuencias decisivas para mí.


Recuerdo el hecho, porque habría de repetirse en innumerables ocasiones y siempre de la misma manera. Era un ritual, por medio del cual mi madre recordaba su vida, desde la adolescencia hasta la edad adulta. Comenzaba tocando los discos más viejos, particularmente de Los Panchos, que de tanto uso se habían desgastado hasta producir un ruido semejante al de un leño crepitando por el fuego.
Las primeras canciones corrían al parejo de las primeras copas. Después la relación cambiaba en favor del alcohol. Cuando había alcanzado cierto grado de embriaguez, me llamaba a gritos y me hacía sentarme en un sofá, mientras cantaba, con lengua vacilante, aquellas tonadillas: yo que soñé / con tener una reina / que mandara en mis adentros / ya no tengo que buscarla / porque en ti todo lo encuentro / ya nomás dime que sí.
La primera vez no me sorprendió que empezara a acariciarme y a besarme, pues ya lo había hecho antes. Sin embargo, en un momento se puso repentinamente seria, me miró a los ojos y me besó en la boca.
Fue un largo beso.
Sus pequeños labios, adheridos a los míos,
Parecidos,
                sus labios y los míos
Como una calca                      como un sello
                              boca
                            placer
                    delicados labios
                           deseo
labios y más labios
La lenta lengua
                         E X P L O R A N D O
mi garganta

No me pareció extraño que en su mente confundida me llamara Lacho y Pancho, indistintamente. ¿Te acuerdas Lacho? Tú me llevabas serenata y te despedías con buenas noches, mi amor / me despido de ti / que en el sueño tú pienses / que estás cerca de mí /
Pero cuando empezó a hurgar en mis pantalones, un imprevisible temblor se apoderó de mis huesos, al tiempo que la piel se me erizaba, no de frío, sino de calor.
En aquellos años, la única educación sexual con que uno contaba provenía de los chistes y de las pláticas de cantina. Eludiendo toda explicación, proverbialmente el padre dejaba en manos de su hijo adolescente un puñado de billetes con aire complicitorio, para que acudiera al burdel-del-barrio y aprendiera de golpe y porrazo lo que había de saber sobre el sexo. Si no era así, existía esta versión, más como una leyenda que como práctica corriente.
Yo no tenía padre, tampoco podía acudir a las cantinas y los chistes no dejaban de ser vagas alusiones a una relación confusa, por lo que en ese momento (tenía 14 o 15 años) apenas tenía un atisbo de lo que podría ser el sexo. Lo sabía placentero, investido de un aura mítica que se transmitía a quienes lo practicaban. Lo deseaba con curiosidad y con un poco de miedo también.
Hubo un momento en que los diques que contenían su deseo se abrieron sin control. Comenzó a tocar mi pene, a juguetear con éste y finalmente a masturbarme de una forma tan violenta que me desmadejé. Tal vez mi padre necesitara ese tipo de estimulación, pero conmigo sólo significaba una eyaculación más que prematura, urgente.
Empero, tras ésta, mi erección no había disminuido ni un centímetro. Mi glande se curvaba tratando se escapar de su envoltura, pues esa primera eyaculación ocurrió sin que me hubiese bajado por completo el prepucio.
Después me chupó el pene. Y la segunda eyaculación me hizo estremecer de una forma que jamás habría podido imaginar. Y aún cuando ya había eyaculado, ella seguía chupando, enloqueciéndome de placer hasta hacerme gritar, hasta obligarme a sacar violentamente mi pene de su boca.
Cuando finalmente me hizo penetrarla, comprendí de golpe todos los chistes que circulaban en la escuela y entendí por qué ese acto tenía tantas significaciones simbólicas, tantos nombres, tantos valores: monté, me montó, me empapó de sus jugos, me hizo volver a eyacular. Era apenas la primera noche, apenas había traspuesto la puerta, apenas había entrado al mundo de la carne desnuda, de los gemidos, de los líquidos corporales.
Cuando terminó, advertí que esa primera vez me separó en forma tajante del resto de los muchachos de mi edad, no por el hecho de haber tenido relaciones, sino por haber sido mi madre la maestra en esta ardua asignatura. No podía correr a la calle con los otros jóvenes para presumir, como lo hacían ellos con sus imaginarias aventuras, no podía decirles que había abandonado definitivamente la infancia. No tenía anécdota, no había chiste que contar, sólo guardaba para mí el recuerdo de aquel hecho, como si lo cometiera en el mismo instante de recordarlo, sin antecedente ni consecuente, sólo un monótono pasado que se repetía como un disco rayado: la consola a todo volumen, mi madre ebria, cantando, su mano hurgando bajo mi pantalón, la primera eyaculación, la sensación de no saber lo que había ocurrido, la cruz del dolor de aquel recuerdo.

Capítulo III.


Me volví loco. Durante el día todo era igual que antes de aquello: mi madre realizando las tareas domésticas, dando de comer a mis hermanos, platicando con los vecinos, yo en la escuela, desatendiendo las clases, ella cocinando, yo platicando, ella golpeándome, todo como un gran teatro, actuando el papel de nosotros mismos, como si nada hubiera pasado. ¿Este era el sueño o la vigilia? ¿Soñaba que cogía con mi madre y despertaba al mundo anodino del barrio? ¿O el sueño era ese mundo “normal” y despertaba para verme en brazos de mi madre, apestoso a alcohol, quitándome de la lengua los pelos de su pubis?
Una era la verdad, sin duda. Pero ¿cuál? ¿Cómo podía saberlo, si cuando estaba en la escuela, jugando futbol o haciendo un examen, temía que llegara ese momento en que cogía con mi madre, si temblaba sólo de pensar en la consola y sus boleros? ¿Cómo, si cuando estaba junto a ella sólo quería que me acariciara el pene, que me succionara con sus labios delgados, que me llenara la boca con sus enormes senos?
Comencé a practicar extrañas diversiones. En una ocasión, en el mero día de San Juan, llené una gran bolsa de plástico con unos escarabajos cobrizos, llamados sanjuaneras, que brotaban a montones del parque de San Gabriel. Volví a la casa, me encerré con éstos en el baño y después me divertí aplastándolos a zapatazos. Los animales crujían, plaf, plaf, y quedaban embarrados en el piso y las paredes, moviendo las patas estúpidamente.
Otra vez, capturé una docena de pequeños sapos. Intenté disecarlos, abriéndoles la panza con un bisturí y tratando de sacarles la sangre y las vísceras, pero los animales eran  muy pequeños y sólo se arrugaban entre mis dedos, quedando convertidos en una especie de uva pasas. Me enfurecí con los sapos porque no se dejaban disecar, así que agarré por igual a los vivos y a los muertos, los arrojé al sanitario y, con solemnidad funeraria, jalé la palanca del agua.
Mataba moscas, cucarachas, mayates, grillos y casi cualquier forma viva que se cruzara en mi camino. Sus cuerpecillos estallaban con resplandores de sangre verdosa y con ruidos breves y contundentes. Imposible saberlo, pero creo que los bichos también se divertían con esas prácticas.
Un día me regalaron un pequeño gato gris de ojos también grisáceos. Comencé jugando con éste y, siguiendo el consejo de mi madre, le di leche con un biberón. Al principio la relación con el gato parecía funcionar. Pero un día, sin que yo tuviera culpa alguna, empezó a maullar desconsoladamente, a despecho de la mamila que mordisqueaba con sus pequeños colmillos. Sus gritos crecían en forma alarmante y, desesperado, lo llevé hasta una fuente que estaba en medio del patio, una gran pila de piedra basáltica donde las señoras llenaban sus cubetas. Lo sumergí en el estanque hasta que dejó de maullar. Lo saqué de la cola y lo deposité en unas baldosas también de laja basáltica. Con sus pelos erizados, más flaco de lo que parecía, el gato se quedó callado por un momento, los ojos abiertos, desorbitados y la lengua entre los dientes.
Traté de ocultarlo, pero antes de encontrar un lugar para hacerlo, volvió a maullar, como si quisiera delatarme por haberlo matado. Cállate, pinche gato. Entonces empezó a gruñir aún más fuerte, en forma acusatoria, reprochándome el maldito, tú tienes la culpa, pinche gato, cállate ya. Lo único que se me ocurrió fue correr a la cocina y tomar un cuchillo cebollero, con el que finalmente le arranqué la cabeza de tajo. No fue tan fácil, empero: un pedazo de piel o de músculo mantenía unida la cabeza. De un tirón separé la cabecita gris y sólo entonces dejó de maullar.
Su mirada seguía siendo de reproche, pero ya no escuchaba sus maullidos. Me sentí triste, molesto con el propio gato, cuya actitud me había obligado a matarlo. Triste, apesadumbrado. Pero tranquilo.


Chinga tu madre. Así decían esas vocecitas. Voces de adolescente, casi infantiles, con cadencias de ronda, de canción de cuna. Chinga tu madre. Chinga a tu puta madre.
En la escuela esto no tenía significado. Se decía como un insulto, como puto, pendejo, ojete, cabrón. Eran palabras que connotaban, antes que denotaban. No se entendían, se sentían.
Pero para mí tenían un significado preciso. Me pedían exactamente que hiciera aquello que me avergonzaba y a la vez deseaba en forma imperiosa. Chingar a mi madre. A mi puta madre.
Al sólo conjuro de sus mentadas, yo desaparecía de la realidad con un breve chasquido, como el que producían los encendedores de gasolina, un ruidito de piedras que chocan, vaticinando la llamita azulosa. Chinga tu madre. Y de repente, ya estaba en ese mundo de lo improbable, de lo que nunca había existido, el inhóspito paraje al que van los calcetines extraviados, los botones del puño de la camisa, los buenos deseos y los juramentos de amor eterno. De repente, ya estaba yo ahí otra vez, escuchando aquella música, sorbiendo los pezones, embriagándome literalmente con su aliento.
Chinga tu madre  chinga tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga
Voces. Por todas partes.
Chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre
A donde fuera. Sin posibilidad de escapatoria. De día y de noche. Dormido o despierto.
Chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu /


El segundo crimen de mi madre fue tan perfecto como el primero. Pero sus motivaciones habrían de ser de otra índole. Lo de mi padre estuvo justificado, merecía morir, aunque no de una forma tan aséptica, tan impersonal. Lo de mi padrastro, en cambio, fue una reacción de simple subsistencia, instinto de conservación.
Nuestra relación había tomado un sesgo innecesariamente peligroso. El alcoholismo de mi madre llegaba a un punto crítico y pasaba buena parte del día dormida. Hacia el anochecer se volvía más activa, hacía un arreglo superficial de la casa, mandaba a mis hermanos a dormir y abría parsimoniosamente la consola. A veces usaba una bata que creo que a mi padre le gustaba, traslúcida, con una orla de peluche o algo así, combinada con una bata más corta (en aquellos años se le llamaba negligè y hoy baby doll) con la cual cambiaba de actitud, adoptando un aire de vampiresa, imitando a María Victoria o cualquiera de las actrices de la época. No me gustaba cómo le quedaba, pero disfrutaba mucho el cambio de carácter que se operaba en ella.
Perdida su mente, en efecto llegó a creer que yo era mi padre. El brandy era para ella una máquina del tiempo o más precisamente, una máquina de recordar y de evadir su realidad. Su mirada no caía en mí, se prolongaba hasta el infinito, me atravesaba. Quiero decir que no me veía ni advertía lo que nos rodeaba, sino que volvía a ese pasado idílico en que se emborrachaba con mi padre.
Me caía mal. Me parecían ridículas sus poses, sus intentos por excitarme cuando mi pene estaba erecto en todo lo alto, ansioso de clavarse en su carne. Me fastidiaba el pretendido romanticismo de aquellos mal llamados tríos (su nombre correcto tendría que ser tercetos), los Tres Caballeros cantando dicen que la distancia es el olvido / pero yo no concibo esa razón / porque yo seguiré siendo el cautivo / de los caprichos de tu corazón, la forma cada vez más destemplada en que cantaba a grito pelado esas tonterías.
Yo era, en efecto, cautivo de sus caprichos, pues era siempre ella la que tomaba la iniciativa, la que decía cuándo y cómo. Cuando en algún momento traté de hacerlo, me lo reclamó tan airadamente /¿qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? ¡Soy tu madre!/ que llegué a creer que todo lo anterior era un sueño, que el amasiato entre mi madre y yo sólo había sido una pesadilla o una alucinación.
Borracha, ya no tenía inhibiciones ni tomaba precauciones. Estoy seguro que mis hermanos se daban cuenta de lo que ocurría, sin entenderlo del todo. No se cuidaba de nada ni de nadie.
Por eso mis abuelos nos sorprendieron una tarde, desnudos, jadeantes, mi madre meciéndose frenética sobre mí. ¡Dios mío! ¿Qué están haciendo? El susto me impidió eyacular e hizo desaparecer mi erección. ¡Por Dios, Soledad, es tu hijo, tu propio hijo! El sudor de los muslos de mi madre chasqueando contra los míos. Sus senos meciéndose frenéticamente. ¡Tu hijo, tu propio hijo, Soledad!
En su absoluta confianza, con total descuido, dejó la puerta abierta. El par de viejos no cabían en su estupefacción. ¡Tienes marido, Vicente es un buen hombre que te quiere! ¡Por qué con tu hijo, por qué!
Ni la sorpresa ni el regaño de sus padres la amedrentaron. ¡Qué saben ustedes de lo que yo quiero o necesito! ¡Qué saben ustedes lo que es vivir abandonada, cuidando hijos! Parecía un buen argumento y mi madre, que siempre fue una buena actriz, adoptó un aire de dignidad como si alguien la hubiera ofendido. ¡Se me largan de aquí y cuidadito y le digan algo a alguien! Los papeles se habían invertido y ahora era mi madre la que regañaba a los abuelos por haber tenido la osadía de descubrirnos.
La actuación de mi madre, si bien convincente, no fue del todo persuasiva. Mi abuelo la veía con horror, como si esperara alguna excusa, algún intento de explicación. Sin poder sostenerse, se derrumbó a la orilla de la cama. Mi abuela lo secundó.
Habiendo fallado en su primer intento, mi madre cambió de actitud. Se transformó en una mujer compungida, a la que las circunstancias habían orillado a cometer un hecho reprobable. Tampoco funcionó, porque mis abuelos estaban anonadados y sólo movían la cabeza diciendo no puedo creerlo. El abuelo estaba lloroso, su cabeza temblaba entre sus manos. La abuela había enrojecido, parecía haberse atragantado, resollaba en forma espasmódica.
Finalmente mi madre pidió perdón. Era tan falsa como en sus anteriores actuaciones, pero el tiempo que había transcurrido sirvió para que los abuelos comenzaran a digerir la situación. Aún llorando abandonaron la casa. Nunca supe la razón exacta, pero mi madre obtuvo su silencio. Si se hubieran atrevido a delatar a su hija, nada de lo que ocurrió después hubiera pasado. A mí no me tomaron en cuenta, fue como si la hubieran sorprendido masturbándose.


Ni siquiera la sorpresa de los abuelos consiguió que mi madre se volviera menos descuidada. Por el contrario, le hizo sentir que podía manejar cualquier situación. El que Vicente nos sorprendiera era sólo cuestión de tiempo.
Una madrugada, volvió a la casa en una de sus cada vez menos frecuentes visitas. En la cama, desnudos, dormidos, abrazados, mi madre y yo yacíamos para su sorpresa. Extrañamente dirigió su furia hacia mí, azotándome con un cinturón. Apenas pude cubrirme con los antebrazos de la feroz golpiza que me propinaba con la hebilla.
Aclaro que él nunca me golpeaba. Me cuesta trabajo saber si tenía algún sentimiento paternal hacia mí. A mis hermanos los quería mucho y a mí me dirigía cierta indiferencia compasiva, que yo agradecía.
Pero el encontrarnos en la cama lo enloqueció. Ella lo detuvo y trató de inventar una nueva excusa. En el fondo de los ojos de Vicente se encendió una luz y pareció darse cuenta que la culpable tenía que ser ella, no yo. Levantó el brazo para dejar caer el cinturón sobre mi madre, pero nunca terminó de hacerlo. Una vez repuesto de la paliza, le reventé una lámpara de buró en la cabeza, lo que sirvió para aturdirlo un poco y permitir que mi madre alcanzara una plancha con la cual abrió el cráneo de Vicente.
Quiero aclarar que no lo disfruté. Nada tenía en su contra y no deseaba su muerte. De hecho, al principio no sentí el dolor de los golpes en mis brazos. Sólo deseaba que dejara de golpearme. Pero cuando empezó a sangrar de la cabeza, sentí correr mi propia sangre con furia y desee golpearlo repetidamente.
Lo golpee con la lámpara rota, una, dos veces, fuera de mí, pero mi madre, que a pesar de lo violento de la situación, no perdió la cabeza, me detuvo, haciéndome reaccionar a cachetadas. ¡Ya basta! Tenemos que ver si está muerto. En efecto, lo estaba. Rápido, me dijo, llévate tu ropa a tu recámara y destiende la cama.
Mis hermanos se habían despertado por el bullicio, pero permanecían llorando en su habitación, alarmados por la gritería. Mi propia madre empezó a gritar, pidiendo auxilio, afirmando que su esposo se había vuelto loco. Cuando llegó la policía dio su versión de los hechos: Vicente había vuelto a deshoras a reclamarle a su esposa una supuesta infidelidad. La excusa tenía sentido, pues los vecinos habían sido testigos de varias escenas de celos entre ambos. Yo, que advertí la situación, traté de defender a mi madre, lo que hizo que el energúmeno me vapuleara. Para librarme de la tranquiza, ella le había asestado el golpe definitivo con la plancha.
Su prestigio en el barrio pesó mucho para que esta absurda historia fuera creída. No faltó quien estuvo dispuesto a atestiguar hechos que no le constaban, con tal de ganarse la simpatía de mi madre.
Ella no se salvó de pasar tres años en la cárcel. Durante ese tiempo, los familiares de Vicente reclamaron la custodia de mis hermanos, que a mi madre no le interesaba pelear. Nunca los volví a ver. Me parece recordar que los quería.
La prensa no le dio mucha importancia al asunto y no fue pródiga con fotografías; de hecho sólo se publicaron dos: una foto de la escena del crimen, ya sin el cadáver de Vicente, y otra donde aparezco yo, mostrando las heridas de mis brazos.
Fue la primera vez que salí en el periódico. Pero entonces me tocó ser la víctima.