Capítulo I.

Primera parte: 
La cruz del dolor del recuerdo

¿Por qué dicen que estoy loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, pero no los ha destruido ni embotado. De todos, el más agudo era el oído. He escuchado muchas cosas del cielo y de la tierra y bastantes del infierno. ¿Cómo entonces he de estar loco? Atención. Observen con qué calma, con qué cordura puedo contarles toda esta historia.

Edgar Allan Poe,
 El corazón delator





Sé que me voy a ir al infierno. Lo supe desde que mi madre me lo dijo, una y otra vez, en los oscurísimos días que ocupaba en golpearme, en desahogar sus frustraciones, en tratar de librarse del recuerdo pegajoso de mi padre, al que ella había matado. Lo supe cuando, años más tarde, platiqué con su cabeza toda la noche, cuando a pesar de estar muerta seguía echándome en cara su suerte, por qué hijo, por qué, si yo te amaba tanto.
Lo aprendí todos los domingos, cuando algún prurito o rescoldo de amor materno la hacía llevarme a la iglesia y le decía al sacerdote éste es un niño muy malo y se va a ir al infierno, por favor, póngale una buena penitencia para que se componga.
El sacerdote la veía con malicia, con una hipócrita mirada de beatitud que trataba de ocultar sus deseos (yo sabía que la deseaba, a ella, la viuda que cortejaba todo el barrio) y le decía no, él es un buen chico, pero siempre hace falta la mano del padre y usted aún es joven para rehacer-su-vida, está usted tan sola, Soledad y un largo etcétera de estúpidos piropos, que eran los únicos que se podía permitir el curita.
El caso es que yo me quedaba en la iglesia y mi madre se iba a disfrutar del domingo. Y luego de oír misa, yo esperaba en la larga fila de los confesantes, para inventarle al sacerdote lo que creía eran terribles pecados. Quería complacer a mi madre fingiendo, como ella, que me apartaba de mi triste destino y me acercaba a la perfección monacal de su recatada viudez.
La imagen más acabada del infierno era, para mí, la iglesia. Imaginaba un infierno sombrío y silencioso, apenas amenizado por los rezos y las notas del órgano, una larga nave con cientos de butacas en las cuales se apoltronaban los inquisidores asistentes a la iglesia.
Odiaba aquel silencio. Odiaba las pinturas deformes de santos y vírgenes en actitudes ridículas y los retablos repugnantemente cargados de esculturas. Me miraban desde su altura, los ojos desdeñosos o burlonamente compasivos. Ni siquiera ahora que ardo en mi infierno, ahora que los remordimientos y la vergüenza me consumen, ni siquiera hoy desearía ese infierno dominical que era la iglesia del barrio.
Pero la verdadera confesión fue algo que no podía escapar de mi boca. Ocurrió años más tarde, cuando mi madre se había vuelto a casar; no podía decirle al sacerdote lo que pasaba entre ella y yo y si lo hubiera confesado, difícilmente me hubiera creído. Así de perfecta era la fachada de recato que había levantado mi creadora.
Mis abuelos tampoco lo creyeron. Ni siquiera cuando nos sorprendieron a mi mamá y a mí haciendo aquello. Lejos de manifestar ira o por lo menos un poco de dolor, se derrumbaron a la orilla de la cama, consternados, sin saber qué hacer.
No puedo creerlo, decía el abuelo. Su cabeza temblaba entre sus manos. Las lágrimas y los mocos se confundían en su boca.
No puedo creerlo, decía la abuela. Su rostro estaba rojo, una súbita ira trataba de aflorar a sus labios, pero acaso por su edad, se quedaba atorada en su tráquea, como un espasmódico resoplido. Abría la boca, pero las palabras no salían de ésta.
Tampoco ellos dijeron nada. Fue un secreto que se llevaron a la tumba. Un pecado que nunca pudieron expiar. Claro, ya platicaremos de ello cuando nos encontremos todos, mis padres, mis abuelos y yo, en el infierno.


Mis padres eran (¿cuándo?) un par de adolescentes demasiado ingenuos o demasiado tontos o ambas cosas. Se conocieron en la preparatoria, cuando ni uno ni otro tenían la más remota idea de lo que significaba el matrimonio. Imagino que mi padre se le declaró a mi madre en el atrio de una iglesia decimonónica. Mejor aún: supondré que fue en la iglesia de Los Remedios, esa iglesia desplomada, capilla resquebrajada, espuria construcción que los conquistadores españoles erigieron sobre la pirámide de Cholula.
Bien, mi padre se le declaró a mi madre en una pequeña capilla situada sobre una especie de cerro artificial, una ominosa acumulación de lodo que trataba, con éxito, de ocultar otras construcciones de piedra en su interior. Pero mis padres no sabían esto, no podían saberlo, sólo eran dos adolescentes ingenuos o tontos.
¿Qué fue exactamente lo que dijo mi padre? Quisiera saberlo. Él mismo no lo recordaba o quizás le avergonzaba recordarlo. Deben haber sido palabras elementales. Frases embrionarias. Literatura testimonial.
¿Tengo que aportar alguna hipótesis al respecto?
Quizá sea preferible nunca saberlo.
Es probable que dijera: “desde-el-primer-momento-en-que-te-vi…”
No, espero que no fuera tan obvio.
Tal vez sólo dijo: “te amo, ¿quieres ser mi novia?”
No. Demasiado epidérmico. Ojalá haya tardado más de 30 segundos esta declaración, ojalá haya hablado de sentimientos, ojalá haya titubeado de emoción.
Debe haber seguido un breve silencio. ¿Cómo se representa un silencio?
...
Un renglón en blanco basta. La palabra “silencio” podría ser suficiente. Ella no dudó. Guardó s.i.l.e.n.c.i.o sólo por seguir con un ritual. Por ritual mi padre se le declaró en el atrio de la iglesia. Era una forma de hacerle ver que sus-intenciones-eran-serias. Pero todo era redundante, pues si mi madre hubiera tenido el mínimo deseo de negarse, habría bastado con no acudir a la cita. Entonces Cholula estaba muy lejos de Puebla. El tiempo ha acercado a las dos ciudades. Hoy casi son la misma.
Es decir, todo estaba decidido de antemano. Ella habría dicho que sí de cualquier forma, casi podría apostar que no escuchó lo que dijo mi padre. Sólo esperó que terminara para guardar los segundos que el pudor y las costumbres de entonces le imponían.
Dijo que Sí.

Sí                              Sí
            Sí                                                         Sí                                                 Sí
                                      Sí                Sí                                    Sí

Un insignificante adverbio. Sí. Una vez que fui a la iglesia de Los Remedios pude escuchar claramente los ecos de esta afirmación. Los pirules se agitaban con el viento y sus semillas esféricas chocaban con un ruidito de Sí-Sí-Sí. El viento se arrastraba entre las pirámides reconstruidas con concreto. Hatos de zacate, como bolas de estropajo, se embarraban a las estelas y a las escalinatas con su angustioso Sí. Chocaban contra los abandonados vagones de un ferrocarril. De sus ruedas oxidadas escapaban alargados Siiiií. Por los túneles que los arqueólogos abrieron y que hoy invaden los turistas, escuché al frío, a la humedad, que estúpidamente decían que sí.
Tontos o ingenuos.
Tontos e ingenuos.
Tonta e ingenuo.
Tonta + ingenuo.
Tonto + ingenua.
Entonces sobrevino el tan ansiado beso, ese beso cuyo recuerdo cargarían como una cruz, el que encendió como un rayo de luz su amor. Cada nuevo beso sería ese beso, un acto trivial pero a la vez decisivo en sus vidas, ese ayer obsesivo del que nunca podrían prescindir. La vida de ellos cambiaría a partir de ese momento, pero también la de muchos otros: mi vida, la de mis hermanos, la suerte de las mujeres a las que maté, el dolor de sus familiares, el miedo del barrio durante aquellos días, mi actual encierro, son sólo algunos de los hechos que se derivaron de ese beso.
Espero que no hayan grabado un corazón en alguno de aquellos pirules. Sería el colmo del mal gusto, de la simpleza, de la repetición rutinaria de actitudes aprendidas en forma genética. Sólo especulo. Nunca vi un corazón que dijera: Hilario y Soledad. Una cosa así no pasa inadvertida.
Las familias de ambos se opusieron racionalmente a esta tontería o ingenuidad. Ella tenía 16 años, él 19. ¿No era romántico? Y el futuro hombre-de-la-casa no tenía más herramienta para sobrevivir que una guitarra con la que malamente había empezado a ganarse la vida cantando en las cantinas.


Y sin embargo se amaban. O por lo menos así debió ser al principio. Un beso primero, amenizado con canciones de Los Panchos. Luego, las extrañas preferencias sexuales de mi madre. El amor sin pasión es basura, repetía mimosa, muérdeme, mi amor, así. Garabateaba en la espalda de mi padre con las uñas, dejando una especie de pentagrama, montaba con tal furor que irritaba su glande hasta casi impedirle eyacular. Sí, mi madre era una mujer apasionada y el sexo para ella estaba en el primer lugar de sus prioridades.
Digo que sólo al principio. Porque cuando la subsistencia se hizo más difícil, mi padre invertía buena parte de sus exiguas ganancias en alcohol. A veces sólo para él, a veces compartía su embriaguez, a falta de otra cosa, con mi madre. Ya borracho, la atacaba nerviosamente, pensando en otra mujer, cerrando los ojos e imaginando que acometía, no la carne morena de mi madre, sino la epidermis de dudoso color de alguna de las cabareteras con las que soñaba. Era como si se masturbara con mi madre, murmurando el nombre, las más de las veces falso, de aquellas mujerzuelas, sí Sonia, mi amor, espérame Yadira, ya me vengo, Claudia, qué ganas tenía de hacerte el amor, Karla.
Pasar de esa forma patética de amor a los golpes fue algo casi instantáneo. Esto lo viví de muchas formas, durante mi infancia e inclusive desde el vientre materno. Sentía el terror que producía mi padre en mi madre cuando llegaba de madrugada, a veces simplemente alcoholizado, a veces golpeado, a veces sin un quinto, si daba la casualidad de que se había excedido en el consumo de brandy o si sus amigos de parranda le liberaban de la pesada carga de los pocos pesos que había conseguido durante la noche.
La primera vez que lo dije, nadie me creyó. Pero es totalmente cierto. Poseo una memoria tan antigua que me permite recordar lo que ocurría en el vientre de mi madre.
Mis sueños eran entonces auditivos y táctiles. Esto debe sorprender a quienes sólo sueñan con imágenes, pero es tan posible como cierto. Yo soñaba en términos de ruidos suaves, aterciopelados, amortiguados por el viscoso líquido amniótico que llenaba el vientre de mi madre. Podía escucharla arrullándome, podía oír sus murmullos al anochecer (su voz era un sol, por ella sabía si era de día o de noche) y podía escuchar a mi padre que, ansioso, borracho, se abalanzaba sobre ella para hacerle el amor con torpeza y excesiva rapidez. Podía escuchar sus gemidos mientras manoseaba torpemente los senos y las nalgas de mi madre, tratando de excitarse, de llegar a una erección fatalmente incompleta, a una eyaculación patéticamente precoz.
Sentía las manos torpes y callosas de mi padre mientras acariciaba el vientre de mi madre, tratando de percibir mis movimientos, mis patadas, que regateaba mezquinamente, tratando de huir de esas manos ásperas, pedregosas, conteniendo cualquier movimiento, flotando petrificado en la placenta materna para que ese hombre, cuyo rostro adivinaba, no tuviera prueba de mi existencia.
En cambio, cuando mi madre me hablaba, yo me agitaba espasmódicamente en mi celda acuática -preso como hoy, aunque más cómodo, más seguro- tratando de comunicarme con mi creadora, balbuciendo sus arrullos, imitando en forma imperfecta sus canciones de cuna.
Ahora que lo pienso, este temor por mi padre fue algo que mi madre me comunicó a través del cordón umbilical, como me fue transfiriendo sus temores y sus deseos, sin que yo pudiera evitarlo. Tal vez por eso, cuando nací me negué a abrir los ojos, a llorar como los otros niños y busqué desesperadamente el pecho de mi madre, que sorbí con gula, mordiendo sus amplios pezones, hundiéndome en la suavidad de sus senos.
Su calostro estaba lleno de temores, su leche estaba saturada de deseos sexuales irreprimibles, de los que más tarde me habría de avergonzar. Su leche estaba agria de rencor hacia mi padre. Yo me hinché de esos sentimientos podridos.


Mi padre, ese ser repugnante que era mi padre, no murió en un asalto, como supuso la policía y se encargó de pregonar mi progenitora. Hasta donde yo recuerdo, ella lo mató. Así lo dije años más tarde y así lo sigo creyendo. Ese pretendido asalto fue otra de tantas cosas que mi madre supo fingir.
Mis padres se encerraban largo rato en una habitación. No sé qué hacían, pero hoy supongo que se dedicaban a tomar, a escuchar su música, a hacer el amor. Cuando los niños de la vecindad golpeábamos la ventana con la pelota, mi padre salía malhumorado y semidesnudo y nos gritaba, ya esténse quietos chamacos latosos, queremos estar tranquilos. Interrumpíamos sus momentos de romanticismo vulgar.
El cuarto que menciono ocupaba un extremo del patio, invariablemente sucio y apestoso a orines. Mis padres tenían siempre puesta la consola a todo volumen y escuchaba una y otra vez un disco de Los Panchos /cargaremos la cruz del dolor / de aquel recuerdo / que dejara aquel beso / que encendió nuestro amor.
La voz tipluda de los boleristas tuvo para mí una ambivalencia difícil de explicar. Cuando mis padres estaban contentos, se sentaban a tomar en la sala y cantaban con emocionado desentono aquellas viejas canciones de Los Tecolines, Los Delfines o Los Tres Ases. Con esta canción nos conocimos, Nuestro amor / como un rayo de luz se encendió / te acuerdas cuando te llevaba serenata, con esta canción me enamoré de ti. Me gustaba creer que mi vida se debía un poco a aquellas voces melifluas, a esas guitarras agudas y pretendidamente románticas. Escuchaba esa música caricaturesca con curiosidad y empatía, tratando de imaginar cómo se habían conocido mis padres.
Pero detrás de esas voces se escondían otras. Podía escuchar los lamentos que salían de la consola como las expresiones de una emoción superficial bajo la que se ocultaban los gritos de una tristeza o un odio incurable, que me hacía llorar entonces, que tal vez aún hoy me hace llorar.

Nuestro amor
nuestro amor
como un rayo de luz
se encendió
y después de forjar
un idilio de amor
se extinguió

Lloraré, llorarás
sin poder prescindir del ayer
que es una obsesión
cargaremos la cruz del dolor
de aquel recuerdo
que dejara aquel beso
que encendió nuestro amor

En efecto, el ayer es una obsesión de la cual no se puede prescindir. La experiencia del presente es tan efímera que, apenas la vivimos, se integra a esa pesada carga del pasado. Mis padres se emborrachaban oyendo a Los Panchos, recordando su primer beso, pero yo me daba cuenta de que la canción implicaba una sentencia: hemos de cargar a cuestas ese pasado, como una cruz, como una lápida. Es la cárcel verdadera, no ésta, de piedras, barrotes y celadores, la prisión de nuestros recuerdos, el hecho de que aquellas cosas atroces que hicimos subsisten en nosotros. Somos un cementerio donde reposan los recuerdos de todos aquellos que nos dañaron o a quienes hicimos daño.


Cerdo. Es un cerdo. Es un maldito cerdo que me engaña con esas mujerzuelas de los cabaretuchos de mala muerte donde toca, pensaba mi madre. No lo decía, pero una especie de telepatía, de lectura intuitiva de su mente, me permitía saber lo que pensaba. Era un cerdo. Al principio no entendía por qué mi madre pensaba eso. Nunca lo decía. Nunca corría el riesgo de exponerse a su furia. Aún cuando sólo lo pensaba, sus pensamientos eran en voz baja, como si tuviera miedo de que pudiera escuchar sus ideas. Bueno, eso creo.
Lo cierto es que los pocos pesos que ganaba a costa de acabarse el hígado y la garganta, iban a parar a veces a las manos de aquellas putas regordetas de cabellos oxigenados. Yo invito mi reina, vámonos de pedos. Sirvan las otras. Lo sé, lo sé. También de él podía leer su pensamiento y, más extraño aún, su memoria. A veces. No sé cómo.
Esta habilidad la perdí muy rápido. Probablemente por tanto golpe que me daban. Pero después ni mis propios pensamientos podía escuchar. Me hicieron hoyos en la memoria a punta de golpes.
Pero hablo de la época en que aún podía leer la mente de mis padres. En una ocasión contagió a mi mamá de alguna enfermedad venérea. Por vergüenza o ignorancia no se atrevió a consultar a un médico. Enflacó hasta casi desaparecer, sus brazos descarnados, sus senos colgando del costillar como globos desinflados. Para darle ánimos, yo trataba de mamar sus arrugados pezones, para darle a entender que no me importaba, que yo la seguía queriendo igual, pero ella lo evitaba, creyendo que podría contagiarme de su “enfermedad vergonzosa”.
Si para mi padre sólo era el objeto en que descargaba el semen que las mujerzuelas rechazaban, a partir de su enfermedad mi madre prácticamente dejó de existir para él. Yo era muy, muy pequeño, así que ella se las tuvo que ingeniar para sobrevivir sin tratamiento médico a su afección.
Fueron tres meses muy difíciles. Pero al término de ese período, de forma igualmente repentina, el proceso de adelgazamiento se revirtió: mi mamá se volvió a llenar de carne, al borde de la gordura y hasta se dio el lujo de despreciar los deseos alcohólicos de su marido. Poco a poco dejó de ser la mujer sumisa que hasta entonces había sido y un extraño brillo adornó sus ojos. Parecía estar esperando algo.


Lo dije y lo repito: mi madre era una autoviuda. Sé que hay un acta de defunción a nombre de mi padre, una averiguación previa en la que se determinó que había sido asaltado y muerto a puñaladas por sus desconocidos atracantes, pero jamás creí ni la mitad de la historia que mi mamá repetía a diestro y siniestro. Lo único cierto es que mi padre murió. Me parecía demasiado perfecta esa línea argumental del hombre intachable, el matrimonio ideal, el brutal asalto, el desahucio financiero y el cambio de domicilio. Conozco la realidad y sé que se ensucia con pequeñas manchas, con diminutas desviaciones que acaban convirtiéndose en grandes retorcimientos y que muy raramente concuerdan con las fantasías cuadradas y carentes de imaginación de la mojigatería provinciana.
Mentiría si dijese que recuerdo con precisión lo ocurrido. Digamos que hay recuerdos que se desgastan de tanto recordarse, sus aristas se desbaratan como un polvorón. Con el riesgo de equivocarme, de agregar o quitar datos cruciales, así recuerdo los hechos.
Un día sentí que el silencio era aún más opresivo que la voz de los boleristas. Entré en la habitación y ví a mi madre junto al cuerpo de mi padre, cantando desentonadamente en voz muy queda sus mismas canciones de siempre, Sin ti / no podré vivir jamás / ni pensar que nunca más / estarás junto a mí / no hagas ruido, hijo, tu papá llegó cansado anoche, déjalo dormir.
Los adultos creen que los niños carecen de memoria, lo que no es totalmente cierto ni totalmente falso. Confunden esto con carecer de inteligencia. ¿Cómo podría pasar por alto el hecho de que mi padre estaba cubierto de sangre? ¿Cómo podría no advertir que ella también tenía las manos manchadas de sangre? Me daban ganas de decirle que sabía lo que estaba haciendo y que lo aprobaba por entero, está bien madre, ahora tíralo al bote de la basura.
Su plan era simple, perfecto en su propia simplicidad: tras emborracharlo con su acostumbrado brandy y música de boleros, le asestó tres puñaladas en el pecho, alguna de las cuales tenía que ser mortal de necesidad. Recuerdo aún el ruido de la hoja del cuchillo cortando el aire y rasgando con rapidez la piel y los músculos, interrumpiendo de golpe el tráfico de la sangre, abriendo en flor su corazón. Ocurrió antes de que yo entrara al cuarto, pero el ruido se quedó atrapado entre las paredes de piedra y el techo de bóveda catalana, así que tiempo después lo seguí escuchando, aunque cada vez más tenue, apagado.
Aprovechando lo avanzado de la hora, llevó a rastras el cadáver hasta la puerta de la vecindad, depositándolo en el suelo como si hubiera caído a causa de la borrachera, cosa que había hecho en más de una ocasión. No fue simplemente aventarlo. Fue imitar su caída, su lento resbalar por la pared, la forma estúpida en que dejaba caer los brazos, el contorsionismo risible de sus piernas alcoholizadas. Correspondió a los vecinos que esa mañana se dirigían a laborar, encontrar el cuerpo sin vida y sin dinero.
Me cuesta trabajo saber si verdaderamente todos creyeron esa historia del asalto o si simplemente les era más cómodo creerla que investigar el homicidio. Lo cierto es que ese mismo día el cadáver de mi padre era velado en la sala de mi casa, con el acompañamiento musical de algunos amigos que  fueron a cantarle a manera de despedida. Mi madre hizo coros con su vocecilla destemplada:

Sin ti
no podré vivir jamás
ni pensar que nunca más
estarás junto a mí

Sin ti
qué me puede ya importar
si lo que me hace llorar
está lejos de aquí

Sin ti
no hay clemencia en mi dolor
la esperanza de mi amor
te la llevas al fin

Sin ti
es inútil vivir
como inútil será
el quererte olvidar

Al término de la canción, mi madre lloró, previsiblemente, abrazando el féretro. Entre el bullicio, era difícil escuchar los sonidos que habían quedado atrapados en el cuarto y que al parecer sólo yo escuchaba. Ahí estaba la prueba del homicidio, pero a nadie le interesó escucharla. La hoja del cuchillo cortando el aire, penetrando con avidez en el pecho de mi padre. Todo ahogado entre los gritos de mi madre y la música de los boleristas.
A pesar del llanto, esa chispa en los ojos de mi madre no desapareció. Supe que lloraba de alegría.